¡Buf! Si que llevo tiempo sin actualizar.
Perdonadme por ello. Estoy en la fase crítica del TFM: corrección y entrega. Ya sabéis lo que eso significa.
Voy a actualizar con un nuevo relato ambientado en Verne. Es bastante corto. Espero que os guste.
Perdonadme por ello. Estoy en la fase crítica del TFM: corrección y entrega. Ya sabéis lo que eso significa.
Voy a actualizar con un nuevo relato ambientado en Verne. Es bastante corto. Espero que os guste.
Festung Adlerstein era el castillo
donde residía el rey de Junkerland. Cuando el Káiser Reinhardt
reunificó los estados del antiguo Santo Imperio Barbárico Laureado,
se convirtió también en la residencia del emperador de la
Witterungkönfederation. El castillo era una colosal estructura
construida en la falda del monte Köning, a unos pocos kilómetros de
la capital confederada, Kaiserstadt. Entre las 542 habitaciones que
poseía, una de las más conocidas era la Estancia de Duelos. En
ella, los reyes de Junkerland ejercitaban su capacidad innata para la
esgrima, algo que siempre ha llamado la atención de otros
gobernantes de Verne. Como descendiente directo de esta casta de
nobles guerreros, Reinhardt practicaba todos los días. Todavía
recordaba cuando perdió su ojo izquierdo en un duelo llevado acabo
por el honor de Hildegard, la hija del Duque de Donau y prometida de
Reinhardt, que había sido insultada por un embajador del Sultanato
Creciente. Aquel día, la habilidad para el manejo de la espada del
gobernante de Junkerland quedó en entredicho. Sin embargo, todo
acabó bien: el sultán mandó ejecutar al embajador por su
comportamiento y pidió disculpas al Káiser.
La Estancia de Duelos era una amplia
habitación rectangular cuyas paredes estaban forradas con
mostradores donde estaban colgadas toda clase de espadas, desde un
gladius usado por algún legionario del Imperio Laureado hasta una
zweinhander de dos metros de largo de finales de la Edad del Acero.
Uno de los más curiosos artilugios presentes en la sala era un
autómata de instrucción de fabricación losangita. El hombre
mecánico tenía una llave que permitía cambiar su habilidad con la
esgrima, desde “Aprendiz” hasta “Maestro de espadas”. Por
supuesto, Reinhardt siempre seleccionaba la última opción. La
máquina contaba además con unas dianas de goma que representaban
puntos vulnerables de la anatomía humana. Si el atacante conseguía
acertar en una, el autómata se desconectaba.
Aquella tarde, Reinhardt estaba más
agresivo que de costumbre. Ante la impasible mirada de Friedrich, uno
de los sirvientes de palacio, el káiser atacaba al ágil autómata
con rabia, imaginando que la máquina no era otra que la zarina de la
Horda Polar. La traición llevada acabo por la joven en la batalla
del paso de Krambalash, usando a los valientes soldados de la
confederación como cebo, le hacía hervir la sangre. Mientras que
Reinhardt desviaba con el filo de su glockenschläger
uno de los envites del autómata, entró en la estancia el canciller
Von Eisenstahl.
-Espero no interrumpirle, majestad- dijo el viejo político.
-Tranquilo, ya acabo- Reinhardt aprovechó una bajada de la guardia
del autómata para clavarle la punta de su espada en la diana del
pecho. La máquina se paró en seco, dejando caer la espada que
portaba al suelo con un gran estrépito- Odio que dejen caer de esa
manera las armas. Podrían romperse. Espero que los losangitas
solucionen ese problema.
Reinhardt se acercó a su sirviente, el cual le ofreció una toalla
para secarse la sudor de la cara y manos. Se giró hacia el canciller
mientras se secaba.
-¿Y bien?- preguntó.
-La votación en el Landerstag ha estado bastante reñida. A los
reformadores les ha parecido mala su idea de declararle la guerra a
la Horda Polar, alegando que nadie en la historia de la humanidad ha
conseguido vencerla- contestó el canciller.
-El líder de ese partido es historiador. Los historiadores viven en
el pasado- Reinhardt devolvió la toalla a su sirviente, el cual se
despidió agachando la cabeza brevemente mientras salía de la
habitación.
-Glöck es historiador, sí- respondió el canciller- De las mejores
mentes que han nacido en nuestra tierra. Sin embargo, es esa
genialidad lo que le convierte en un poderoso adversario para el
Partido Junker. Al principio pensé que el Landerstag desestimaría
su propuesta, majestad, pero hemos encontrado unos aliados
inesperados en los igualitaristas.
Reinhardt se sorprendió al conocer la noticia.
-No me extraña- dijo el káiser- Ekaterina persigue a sus camaradas
y los ejecuta sin ningún miramiento. Apoyar la declaración de
guerra sería una buena forma de ayudarles.
-En efecto pero recuerde que los igualitaristas son un arma de doble
filo: si se unieran a sus camaradas, podría estallar su revolución
en nuestras tierras.
-Sí, es un gran riesgo- contestó Reinhardt- pero continúe,
Esienstahl.
-Bien- el canciller se aclaró la garganta-. Tras el discurso de
Glöck, el líder de los igualitaristas recitó una lista de todas
las atrocidades que la zarina cometió contra sus camaradas, lo que
encendió los ánimos de aquellos miembros de la cámara que quieren
ir a la guerra. Tendría que haberlo visto. El presidente de la
cámara estuvo a punto de desalojar el hemiciclo si se seguía
alterando el orden de aquella manera- Reinhardt se rió imaginándose
la escena- Por suerte, el Landerstag aprobó la declaración de
guerra contra la Horda Polar.
Una sonrisa se dibujó en la cara de Reinhardt.
-¡Excelente! Será mejor comenzar los preparativos para la invasión
enseguida.
La seriedad inundó el rostro del canciller.
-Sin embargo, recuerde el dicho, majestad: “Ejército que entra en
la Horda Polar...”
-”Jamás volverá.”-interrumpió el emperador- Sí, lo sé. Sería
un suicidio. Incluso transportando a las tropas en dirigibles el frío
congelaría los rotores de las hélices. Creo que deberíamos esperar
al verano.
-Buena decisión- asintió Eisenstahl- También le advierto que
deberíamos empezar a llevar acabo negociaciones diplomáticas para
buscar un aliado. ¿Qué tal Losange?
-¡Ja! No me haga reír canciller. Aunque su tecnología es digna de
elogio, los losangitas son débiles en el combate sin ella. No.
-Pues solo nos queda un enemigo común de la zarina- Eisenstahl
levantó una ceja.
-Sí, mi prima.
-¿Comenzamos los contactos con el Imperio?
-Muy a mi pesar, sí. Es la única nación fuerte que nos puede
ayudar. Si tengo que soportar a Alexandra con tal de ver a Ekaterina
suplicándome perdón, lo haré.
-Muy bien. Iniciaré los contactos con el Ministro de Asuntos
Exteriores del Imperio. Si no tiene nada más pensado...
-No, Eisenstahl. Puede retirarse.
El canciller hizo una reverencia y salió de la habitación, cerrando
las puertas.
Durante la cena, Reinhardt miraba al cielo rojo del atardecer que se
divisaba por los ventanales del castillo. Se quedó ensimismado
viendo como un águila volaba en dirección al horizonte, hacia la
Horda Polar.
Al otro lado de la mesa Hildegard, la esposa de Reinhardt, miraba al
káiser. La muchacha era el vivo ejemplo de lo que muchos llaman
“belleza confederada”: rubia, con una melena recogida en una
recatada trenza que le llegaba hasta la cintura, ojos claros y tez
clara.
-Cariño, ¿estás bien?- preguntó con cierta preocupación.
-¿Eh?- Reinhardt salió un momento de su trance- Sí, mi amor, no te
preocupes- el emperador esbozó una cálida sonrisa a su amada que
convertía la cicatriz que recorría su rostro en un arco. Hildegard
le correspondió con otra sonrisa aunque ella sabía que su esposo
estaba así por la guerra que se avecinaba. Tras probar un
ligero bocado, Reinhardt volvió a mirar por la ventana para
descubrir que el águila se había convertido en un lejano punto en
el cielo.
-Amiga- pensó- Pronto no volarás sola.