Aquí os dejo un relatillo. Abajo os explicaré algunas cosas interesantes sobre este.
La Horda Polar.
Uno de los más grandes imperios que
pueblan la faz de Verne, donde los hombres son duros, las mujeres son
duras y los niños están en pleno proceso de endurecimiento. El frío
perpetuo no ayuda a que los habitantes de esta región tengan una
vida plena y llena de alegrías así que solo queda una salida:
vencer a la adversidad aunque no se tengan fuerzas para ello. Pero
existe alguien en este reino más duro que todos sus habitantes
juntos. Viajando hacia la capital, Polyarnyygrad, y recorriendo el
camino recto de la suntuosa y amplia Avenida de los Zares llegamos
hasta el Palacio Helado, sede de este peculiar personaje: Ekaterina
I, zarina de la Horda Polar. Esta joven de dieciocho años heredó el
reino a edad tan temprana después de que su padre, el zar Alexis,
muriera sofocando una revuelta de campesinos en los confines del
imperio. Su carácter es... Bueno... Ha sido catalogada por todos los
periódicos extranjeros como “la hija de la diosa del Inframundo”.
En una tarde de otoño, frío como solo
puede ser en los territorios de la Horda Polar, nos encontramos a
nuestra pelirroja protagonista sentada en su escritorio. A un lado,
una pila de papeles donde aparecen los nombres de aquellos que, según
el Servicio de Seguridad, buscan traicionar a la jovencísima
soberana. Al otro, dos sellos: uno rojo y otro azul. Pobre de aquel
cuya hoja sea impregnada con la tinta roja pues pronto podrá ver el
rostro oculto tras la máscara de gas del Dios de la Muerte.
Ekaterina coge el primer papel de la
pila. “Mikhail Konstantinov”, pone en el margen superior de la
hoja, escrito a máquina. Debajo, los cargos: “líder de una célula
de intelectuales igualitaristas que desean el derrocamiento de Su
Alteza Imperial”. Con una delicadeza digna de una bailarina del
Ballet Imperial de las Estepas, la zarina coge uno de los sellos y lo
estampa al lado del nombre del acusado. Suerte para él ya que, en un
alarde de humanidad y compasión sin precedentes, nuestra
protagonista ha elegido el sello azul. El señor Konstantinov se ha
salvado de conocer al Ejecutor en persona y tan solo tendrá que
servir al esfuerzo industrial de tan gloriosa nación, durante 20
años, en las minas de sal de la gélida región de Yokutva.
Tras varias horas, la tarea de decidir
quien vive y quien muere se ve interrumpida cuando alguien llama a la
puerta del despacho de nuestra ilustre protagonista.
-¡Entre!- dice Ekaterina. Como se
puede comprobar no es una sugerencia, es una orden.
La puerta se abre lentamente pero con
decisión. Tras ella, aparece un hombre. Bien vestido, parece que
haya superado la cincuentena. Las ojeras debajo de sus órganos
visuales son el resultado de largas noches de privación del sueño.
Tan grandes como sus cejas o como su barriga, la cual haría volar
por los aires, tarde o temprano, los botones de su chaleco. El Primer
Ministro Andrej Baturin en todo su esplendor.
-¡Ah, Baturin! ¿Ocurre algo?-preguntó
la zarina, levantando la vista de los papeles-¿Alguna manifestación
de igualitaristas? ¿Es una manifestación, verdad? Lance a la
Guardia del Oso contra los asistentes, así se callarán.
-Eh... No, su Excelencia-dijo el
hombre-Vengo a recordarle que mañana es el viaje hacia la capital
del Imperio de Su Majestad.
-¡¿Qué?!-gritó Ekaterina-¿Por qué
debo de ir a ese sitio?
-¿No recuerda?-Baturin estaba
visiblemente nervioso-Debemos firmar los acuerdos de paz para poner
fin a la Guerra por Vishnia. Ya sabe: el Imperio dejó de hostigarnos
a cambio de darnos una pequeña franja del territorio.
-¿Cómo de pequeña?
-Eh... Pues...
-¿Sí?-la zarina se había levantado
del escritorio y se había acercado al Primer Ministro, mirándolo
con sus fríos e inquietantes ojos azul hielo.
-Las montañas de Sherpalia, su
Excelencia.
-¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡Ellos se
quedan con lo mejor y a mí me toca un trozo de tierra baldía! ¡Un
montón de montañas llenas de yetis piojosos!
-Bueno, verá, los sherpalíes son
expertos montañeses y rastreadores y creo que serían una buena
adquisición para nuestros ejércitos.
-¿”Nuestros”, Baturin?
-Esto... Quise decir “sus ejércitos”,
Excelencia.
-¡Ah! Pensaba...-Ekaterina se puso a
mirar a través de la ventana. Las calles estaban llenas de gente o
eso parecía: la lejanía del palacio imperial de las calles hacía
que los transeúntes parecieran hormigas- Hmmmm... Tal vez sea una
buena “adquisición”, como usted dice, pero pienso renegociar.
Quiero una salida al mar Interior y la tendré.
-¿Cree que sería buena idea,
Excelencia?-preguntó Baturin.
-Si Alexandra no me hace caso, pagará
las consecuencias. Soy la comandante suprema del ejército más
grande de todo Verne y si tengo que aliarme con esos imbéciles de
Losange para conseguir mis objetivos... En fin... Lo haré.
Ekaterina se acercó al terminal de
interfono de su despacho: “¡Anushka!”
Una voz de mujer se oyó al otro lado
de la línea: “¿Sí, su Excelencia?”- Anushka era la sirviente y
gobernanta de Ekaterina. Una mujer de unos cuarenta años cuya
familia siempre había sido la sirviente de los zares desde la
creación de la Horda Polar.
-Prepara mi equipaje y mi traje de
gala. Mañana partimos hacia el Imperio.
-Como desee, su Excelencia.
El Imperio de Su Majestad.
El imperio más extenso de todo Verne.
Más allá de cualquier mar u océano existe una posesión imperial.
Todo ello gracias a siglos de conquistas y a la armada más avanzada
de todo el mundo. La Era del Vapor ha traído una edad de oro al
Imperio, sobre todo gracias a la labor incansable de su monarca: la
reina Alexandra. Alexandra es la reina de reinas. Todo el mundo la
admira, sobre todo por su carácter reformador y su cercanía al
pueblo. Gracias a ella, el Parlamento Imperial ya es un órgano
plenamente democrático y representantes de todos los pensamientos
políticos pueden optar a un escaño.
Aunque claro, tiene también sus
detractores. Bueno, su detractora: Ekaterina. La zarina no soporta a
Alexandra ni en pintura. Tal vez sea por ese carácter tan amigable o
porque el Imperio es el triple de grande que la Horda Polar, algo que
nuestra protagonista no puede aceptar. Viajar solo para verle la cara
a su mortal enemiga es algo que es superior a sus fuerzas pero
renegociar los puntos del tratado que se va a firmar es una
oportunidad de oro. Solo por eso, Ekaterina sería capaz de marchar
hacia el mismísimo Inframundo. La codiciada salida de los
territorios de la Horda hacia el mar Interior podría convertirse en
realidad. Si este sueño se hiciese realidad, todas las naciones de
Verne se arrodillarían ante el poder del imperio del norte.
El viaje en dirigible fue bastante
tranquilo. Ni rastro de piratas aéreos en las zonas por donde
pasaba. Claro que había que ser muy cenutrio para atacar el
dirigible de la zarina. No solo por su ilustre ocupante sino porque
iba armado hasta las cejas. Cualquier vehículo fabricado en la Horda
Polar tiene un inconfundible aspecto militar. Hasta los tractores
parecen tanques.
La máquina voladora llegó a
Lionscourt, la capital del Imperio de Su Majestad. En la estación
aérea de la ciudad estaba reunida una gran masa de gente:
periodistas, fotógrafos, operarios de radio y el público curioso
que se había acercado hasta allí para ver la llegada de la más
joven emperatriz que haya conocido el mundo. En la plataforma donde
iba a posarse el dirigible se encontraba la mismísima reina,
acompañada por el Primer Ministro Osmond (fumando en su inseparable
pipa) y escoltada por la Guardia Real.
El dirigible se posó con la gracia de
un flamenco. Varios operarios de la estación se acercaron con una
escalera para ayudar a bajar a los ocupantes de la nave pero, antes
de que llegaran al lugar, tuvieron que dejarla a un lado porque de la
propia puerta principal del dirigible se deplegó una escalinata de
metal. Dos ayudas de cámara salieron del interior, desenrollando una
alfombra roja hasta el lugar donde se encontraba Alexandra.
Seguidamente, aparecieron varios miembros de la Guardia del Oso,
ataviados con abrigos blancos y gorros negros de piel de oso, armados
con rifles de repetición. Se colocaron con perfecta destreza a ambos
lados de la alfombra.
Alexandra, la reina de reinas, suspiró.
-Ay...
-¿Ocurre algo, Majestad?- preguntó
Osmond.
-No soporto su pomposidad- respondió
Alexandra.
Tras este despliegue, Ekaterina salió
a la luz del cielo nublado de Lionscourt. Iba vestida con un uniforme
de mariscal, con una gran capa de piel. En su cinto, el sable que
perteneció a su padre.
-Je. Desde esta distancia cualquiera
diría que es un chico- dijo el Primer Ministro Imperial mientras que
daba algunas caladas a su pipa.
Tras la zarina, descendió Baturin.
Ekaterina avanzaba con paso firme por la alfombra. Al llegar hasta
Alexandra, la joven emperatriz le hizo una reverencia aunque hubiera
deseado ensartarla en su sable.
-¡Buenos días, su Majestad!
-¡Excelencia!- respondió la reina,
con no mucha gana.
Ekaterina se puso enfrente de Osmond.
Le saludó con otra reverencia.
-¡Primer Ministro Osmond!
-¡Su Alteza Imperial!- respondió
Osmond.
Baturin hizo lo mismo que su
emperatriz.
Acto seguido, las dos reinas y sus
respectivos jefes de gobierno se dirigieron a la salida de la
estación, donde les esperaba un séquito compuesto por dos carros de
caballos escoltados por una compañía de húsares. Los flashes de
las cámaras y la algarabía de gente casi desorientan a Ekaterina.
Un grupo de ciudadanos imperiales increpaba a la zarina: “¡Tirana!”,
“¡Asesina!”, “¡Niña mimada!”
-Si estuviéramos en la Horda Polar, ya
estarían muertos- pensó Ekaterina.
A la salida, las reinas subieron a un
carro mientras que los primeros ministros subieron a otro.
En el interior del vehículo, las dos
emperatrices miraban disimuladamente a ambos lados para no mediar
palabra. Algunos suspiros salían de la boca de Alexandra mientras
que Ekaterina barruntaba cosas por lo bajo. Hasta que Ekaterina
explotó.
-¡Tú!
-Tengo un nombre- contestó indignada
la reina.
-Me da igual. Tengo algo que decirte.
-¿No te habrás enamorado de mí?-
Alexandra comenzó a reírse mientras que Ekaterina estuvo a punto de
desenvainar su sable. Por el bien de todos, consiguió calmarse.
-Ja, ja. Muy graciosa. Es sobre el
tratado.
-¡Bien! Sabía que le ibas a sacar
alguna pega.
-¡Y la tiene! Sherpalia no es
suficiente. ¡Exijo un territorio mayor!
-¿Mayor, dices?- Alexandra miró
fijamente a los ojos de Ekaterina. Debía ser la única persona en
todo Verne que podía mantenerle la mirada a la zarina- Escucha,
guapa. Muchos de los imperios estarían deseosos de poseer Sherpalia.
Si no me crees, pregúntaselo al Káiser.
-Me da igual lo que opine esa marioneta
movida por Eisenstahl. Quiero una salida al mar Interior. ¡Y la
quiero ahora!
-Digno de una niña mimada como tú,
Ekaterina. ¿Para qué? ¿Para servirte el mundo en bandeja? No,
guapa, no.
-¿Te niegas?
-¿Acaso hablo en skaldmarkés?
-Bien. Tú lo has querido. En ese caso,
¡no firmaré nada!
-Sabía que todo acabaría así.
¿Deseas seguir con la guerra?
-¡Sí! ¡No tenéis nada que hacer
contra mis ejércitos! ¡Los más grandes de todo Verne!
-¡Oh! ¿De verás? Dime, ¿cuándo fue
la última vez que llevaste acabo un programa de reforma del
ejército?
-¿Un qué...?
-Me refiero a que cuándo ha sido la
última vez que has actualizado las armas de tus ejércitos.
-Pues... Pues... ¡No sé!- Ekaterina
estaba demasiado incómoda con aquella pregunta- Creo que mi
abuelo...
-¡Ja, ja, ja!- Alexandra no paraba de
reír- ¿Tus ejércitos llevan todavía armamento de hace 100 años?
-¡Nuestra máquinas de guerra son las
más potentes de todo Verne!
-Pero las guerras no solo se ganan con
tanques y dirigibles, querida. Necesitas infantería y un montón de
milicianos armados con mosquetes no pueden hacer nada contra una
formación de húsares con giropistolas.
Ekaterina cayó. No quería seguir con
aquella conversación.
Llegaron a su destino: el Palacio de
los Leones.
El hogar de Su Majestad sería el sitio
donde se firmarían los tratados. Donde se suponía que se firmarían.
Las dos reinas bajaron de su carro, una por cada lado. Lo primeros
ministros bajaron por el mismo lado. Se les veía alegres y
dicharacheros. En realidad, Baturin y Osmond se llevaban bastante
bien, al contrario que sus emperatrices.
Ekaterina se acercó a Baturin.
-¡Nos vamos de vuelta a
Polyarnyygrad!- gritó Ekaterina.
Esto pilló por sorpresa a los dos
hombres, que la miraron con asombro.
-Pero... Pero...- Baturin no se lo
podía creer- Todavía no hemos firmado los tratados.
-¿Cuestiona mis órdenes, Baturin?-
Ekaterina se encaró con el pobre hombre.
-No, su Excelencia. ¿Es que ha
ocurrido algo malo?
-¡Mi voluntad! ¡No ha ocurrido mi
voluntad! ¡Así que vayámonos!
-Bueno, si insiste- Baturin se giró
hacia Osmond- Lo siento mucho, la verdad.
-No importa. Otra vez será- dijo el
Primer Ministro.
-¡Baturin!- gritaba Ekaterina mientras
subía a una de las carrozas para volver a la estación aérea- ¡No
se rebaje al nivel de estos...! Estos... ¡Indeseables!
-¡Adiós, Ekaterina!- dijo Alexandra-
¡Nos volveremos a ver para firmar la paz!
-¡AAAAAAAAAAARGH!- gritó la zarina.
Como alguno de los que me seguís en Subcultura habéis adivinado, nuestra protagonista ya apareció una vez en otro relato titulado "Zarina". ¿Cómo es que ha cambiado de mundo? ¿Puede viajar a través de otras dimensiones? Eso quisiera ella. Os lo explico.
Recordad que esto era una idea para un cómic. En un principio, iba a estar ambientado en una Tierra postapocalíptica que había vuelto a la Edad del Vapor. Sin embargo, en mi búsqueda de dibujante, Onice me aconsejó que la historia sería más interesante si estuviera ambientada en un mundo imaginario, lo cual conferiría más libertad a la creatividad. Lo pensé y me pareció una buena idea, así que cree un mundo de corte steampunk llamado Verne, en honor al gran maestro.
Gracias al consejo de Onice, he podido hacer algo más original que la ambientación postapocalíptica.
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