-Sí pero es que mira quien ha vuelto a casa por Semana Santa.
La maquinaria de guerra de la Horda
Polar estaba preparándose para la inminente invasión de la colonia
imperial de Vishnia. Durante ese tiempo, los “voluntarios”
tuvieron tiempo de aprender a tratar con los shurales. No fue fácil:
uno de ellos devoró a uno de sus cuidadores y varios tuvieron que
ser sacrificados tras escaparse y montar un alboroto que haría
enmudecer a los propios dioses.
Ese tiempo fue aprovechado por
Ekaterina para realizar ambiciosos planes de invasión con la ayuda
del mariscal Tachenko, algo necesario ya que los servicios de
espionaje de la Horda traían noticias alarmantes del refuerzo del
aparato militar imperial presente en la frontera de su preciada
colonia. Llegaron rumores de que junto con la Garra del León,
Losange había prestado un par de “marcheurs”, los mastodónticos
tanques con patas que eran la envidia de todos los imperios, a cambio
de privilegios comerciales en los territorios del Imperio.
Esto hizo recapacitar a Ekaterina.
La tecnología prestada por Losange
convertía al ejército imperial en casi imparable. La Horda Polar no
podía enfrentarse sola a tal amenaza. El zar Aleksis enseñó a su
hija una gran lección: las guerras no se ganan a solas. La zarina
debía encontrar un aliado, alguien que odiase tanto a Alexandra como
ella misma. La solución se encontraba en el centro del Antiguo
Continente: Witterungkönfederation.
Como todo el mundo sabe, las uniones
entre familias dinásticas del Antiguo Continente podían dar lugar a
situaciones chocantes y lo que ocurría entre el Imperio de Su
Majestad y la Witterungkönfederation era para echarse a reír.
Debido a un enlace matrimonial entre las casas reales de estas dos
naciones durante la Edad de la Pólvora, la reina Alexandra y el
káiser Reinhardt eran primos lejanos. Aunque Reinhardt había sudado
sangre para reunificar los antiguos estados que conformaban el
extinto Santo Imperio Laureado Barbárico en una nueva nación, el
káiser sentía envidia del inmenso tamaño del imperio que gobernaba
su prima. El carácter belicoso del káiser, parecido al de Ekaterina
pero algo más calmado, hubiera sumido a Verne en una guerra mundial
si no hubiera sido por los esfuerzos diplomáticos del canciller
Lothar von Eisenstahl. Eisenstahl era consciente de las ansias de
conquista de su monarca pero el “viejo zorro”, como lo llaman
algunos, sabía que esta conquista debía hacerse de forma sutil.
Ekaterina pensó que ganarse el favor
de Reinhardt en la guerra por Vishnia inclinaría la balanza a favor
de la Horda Polar.
La zarina habló sobre ello a Baturyn,
al cual le pareció una buena idea.
En secreto, Ekaterina escribió una
carta que fue enviada al káiser por la coronel Tereshkova. En ella
pedía al emperador una reunión secreta con él. No era propio de
Ekaterina no hacerse notar a la hora de visitar a otras naciones pero
esta jugada necesitaba del máximo sigilo posible para que tuviera
éxito. En unos días llegó la respuesta, escrita de puño y letra
por von Eisenstahl. El káiser había aceptado y la reunión se
llevaría acabo dentro de tres días después de la llegada de la
carta, en el castillo de la región de Dazen. Para poder ayudarles,
la WK pedía a la zarina que se dejase paso libre a las tropas del
káiser en los territorios de la Horda Polar para atacar al Imperio
de Su Majestad. Era algo arriesgado pero Ekaterina no tuvo más
remedio que aceptar. No había tiempo que perder.
Ekaterina, junto con Baturyn, viajaron
sin llamar la atención en un tren de pasajeros.
Tereshkova se había tomado la molestia
en proporcionar disfraces tanto a la zarina, como al primer ministro
y a un grupo de soldados de la Guardia del Oso. Aún a pesar de las
incomodidades, Ekaterina estaba ansiosa por llegar hasta Dazen. Según
la carta, les esperaría un oficial de los servicios secretos de la
WK en una posada llamada “El Soldado Feliz”, con un pañuelo rojo
atado al cuello y tomando una jarra de cerveza. La zarina solo tenía
que enseñarle el sello de la Horda Polar y la carta enviada por el
canciller para reconocerla.
Llegaron a Dazen la mañana del día de
la reunión.
Dazen era un pueblo pintoresco, muy al
estilo de los pueblos de las regiones orientales de la WK, con calles
adoquinadas. Las casas eran de dos plantas con refuerzos de madera en
las paredes al descubierto, con balcones llenos de flores y plantas
al estilo de las de los últimos siglos de la Edad del Acero.
-Mi alergia- dijo la zarina- Creo que
me va a dar algo con tanta plantucha.
-Tranquila, su excelencia- dijo
Baturyn- Pronto nos marcharemos de aquí.
-Eso espero. No pienso quedarme en este
sitio ni un día más.
La comitiva de soldados disfrazados
seguía a los dos interlocutores a una distancia prudencial para no
levantar sospechas.
Dos calles más abajo de la estación
de tren encontraron la posada. Era pequeña, con un olor a manteca
derretida en su interior que hizo que la nariz de la zarina se
replegara al abrir la puerta principal.
-¡Puagh!- dijo conteniendo una arcada-
Las caballerizas imperiales huelen mejor que este antro.
Otearon el lugar. Las mesas estaban
llenas de gente comiendo, bebiendo y hablando. En una de ellas, había
un hombre que no hacia mucho caso a la conversación que le daban sus
compañeros de mesa. Estaba ensimismado viendo el contenido de su
jarra de cerveza. Un pañuelo rojo le rodeaba el cuello.
-¡Ja! Ese es, Baturyn- dijo Ekaterina.
Se dirigieron a la mesa, acompañados a
corta distancia por los soldados de incógnito. En el asiento que
había enfrente del oficial, había un hombre en estado de
embriaguez.
-¡Eh, tú, pordiosero! ¡Levántate!-
ordenó Ekaterina.
-¡Je! ¡Hips!- respondió el hombre-
Mirad a la pequeña... ¡Hip! ¿Quieres que me levante? ¡Hip!- acto
seguido, el borracho regaló a Ekaterina un eructo en su cara.
La zarina le dio una patada, tirándolo
de la silla. El hombre se arrastró por el suelo hasta la salida,
muerto de miedo ante la reacción de la chica. Todo el mundo en la
posada se rió de tal escena. El hombre ensimismado en su jarra
levantó la cabeza y miró a Ekaterina.
-Su majestad Ekaterina de la Horda
Polar, supongo- dijo.
-Sí. ¡Vaya! No he necesitado
enseñaros la carta ni el sello.
-Vuestros modales os han delatado.
-¿Qué quiere decir con eso?-
Ekaterina se puso otra vez a la defensiva.
-Nada, nada- contestó el oficial-
Síganme. El káiser les espera en el castillo de Dazen.
Salieron siguiendo al oficial hasta la
parte posterior de la posada. Allí, habían varios caballos aunque
no suficientes para los soldados de la emperatriz.
-Siento no haber traído más pero no
sabía que iban a ser tantos- se disculpó el oficial.
-No importa- contestó Ekaterina-
¡Soldados! Tenéis lo que resta del día libre. Nos encontraremos
aquí al amanecer del día siguiente.
El viaje hasta el castillo fue algo
pesado debido a lo irregular del terreno aunque, afortunadamente,
había un sendero que conducía al lugar, llegando a este pasadas las
séis de la tarde.
Ekaterina se quedó impresionada: el
castillo de Dazen era una pequeña fortaleza mandada construir por el
antiguo Príncipe Obispo de Dazen a mediados de la Edad de la
Pólvora. Podía guarecer a un pequeño contingente aunque, en
realidad, el uso de la fortaleza era más bien el de lugar de recreo
y residencia que el de defender una zona.
El oficial hizo una señal y el puente
levadizo cayó.
Entraron al patio de armas, en el cual
habían varios miembros de la Adlerwacht vigilando la zona. Iban
ataviados con su siniestro uniforme: largas gabardinas grises,
máscaras de gas y el característico casco con un pincho en la
cimera, armados con rifles de precisión.
Descabalgaron para dirigirse a la
escalera de piedra donde les esperaban dos hombres al final de esta.
Uno era bajo pero de fuerte constitución, anciano, con el pelo
encrespado y con el mostacho peinado a la manera de los junkerlanders
(con las dos puntas hacia arriba). En su ojo derecho llevaba un
monóculo e iba vestido de traje. Ese era el canciller von
Eisenstahl.
El otro era alto y joven. Su pelo rubio
estaba cortado al cepillo, como todo buen militar. Sus rasgos eran
fuertes e incluso atractivos, si no fuera por una espantosa cicatriz
de duelo que recorría el lado izquierdo de su cara y que había
dejado uno de sus ojos azules completamente blanco. Vestido con el
uniforme de cuello alto de mariscal supremo de los ejércitos de la
Witterungkönfederation y con su inseparable glockenschläger
atado al cinto, el cual casi nunca se quitaba, el
káiser Reinhardt descendió las escaleras para saludar a Ekaterina.
-Ekaterina, es un honor que pensases en
mí para este pacto- dijo Reinhardt, estrechándole la mano a la
zarina.
-Sabía que te gustaría, Reinhardt.
-Por favor, pasad al interior. El patio
de armas no es sitio para hablar de asuntos de estado.
Todos juntos entraron al interior del
castillo. Mientras se dirigían a la sala donde discutirían los
puntos de la alianza, los dos primeros ministros llevaban una animosa
charla acerca de las posesiones coloniales de la WK en el Continente
Oscuro.
Mientras tanto, los dos jóvenes
emperadores hablaban entre ellos.
-¿El uniforme de mariscal? Pensaba que
íbamos a ser un poco más informales, Reinhardt- dijo Ekaterina- Es
verdad que por las venas de los könfederationers, y en especial por
las de los junkerlanders, corre hierro fundido en lugar de sangre.
-Soy el káiser. Mi responsabilidad es
liderar los ejércitos de la gloriosa patria las 24 horas del día.
Nunca sabes cuando el enemigo puede atacar- contestó el emperador.
-Algo parecido me pasa pero cambiando a
los enemigos exteriores por traidores a la corona- dijo Ekaterina.
-¿Alguien no teme a Ekaterina
Zoldanowich? Eso me gustaría verlo.
-Por más que los disciplino, no
aprenden.
-Disciplina. Esa es la base de
cualquier estado estable. Sabes que si tienes algún problema, puedes
contar conmigo. ¿Qué tal si te envío un regimiento de
Tottenritters para solucionarlo?
-No, gracias. Me las apaño sola.
Llegaron a la sala.
Era pequeña y acogedora, tal vez un
comedor, iluminada por varios quinqués. Se sentaron en una mesa
rectangular, cada uno de los emperadores en un extremo. A su lado,
sus primeros ministros. Encima del mueble, varios papeles y material
de escritura. Von Eisenstahl cogió uno de estos, ya escrito, se
aclaró la garganta y se puso bien su monóculo.
-Bien- comenzó a leer- Reinhardt Karl
von Hertzenberg, káiser de la Witterungkönfederation y rey de
Junkerland, y Ekaterina Fyodorovna Zoldanowich, zarina de la Horda
Polar; estando presentes Lothar Markus von Eisenstahl, canciller de
la Witterungkönfederation, y Andrej Nikolai Baturyn, primer ministro
de la Horda Polar, se disponen a pactar para llevar acabo una alianza
contra las fuerzas del Imperio de su Majestad, gobernado por la reina
Alexandra Mary Lionhead. ¿Correcto?
-¡Correcto!- dijeron al mismo tiempo
los emperadores.
-Bien- prosiguió el canciller- estando
de acuerdo en atacar conjuntamente a un enemigo común, la
Witterungkönfederation se compromete a prestar ayuda militar, tanto
en armamento como en suministros y hombres, a la Horda Polar. A
cambio, la Horda Polar deberá abrir sus fronteras en todos sus
territorios, a lo ancho y largo de Verne, a lo ejércitos del káiser
en caso de que este quisiera invadir un territorio del Imperio de Su
Majestad. ¿Correcto?
-¡Correcto!- volvieron a decir los
emperadores.
-Muy bien. Dado que todo está
conforme, por favor, que los emperadores firmen el documento.
Reinhardt dejó que Ekaterina fuera la
primera en firmar. A continuación, lo hizo el káiser. Para
finalizar, los dos primeros ministros estamparon su rúbrica en el
papel.
Los dos emperadores se estrecharon la
mano.
-Estoy ansioso de ver la cara de mi
prima cuando nos vea juntos en el campo de batalla- dijo Reinhardt.
-Yo también- dijo Ekaterina- ¿Qué
tal una copa de algo fuerte para celebrarlo?