martes, 26 de marzo de 2013

Y más diplomacia.

-¡Hey, Platov! ¿Un post nuevo en menos de un día?
-Sí pero es que mira quien ha vuelto a casa por Semana Santa.

La maquinaria de guerra de la Horda Polar estaba preparándose para la inminente invasión de la colonia imperial de Vishnia. Durante ese tiempo, los “voluntarios” tuvieron tiempo de aprender a tratar con los shurales. No fue fácil: uno de ellos devoró a uno de sus cuidadores y varios tuvieron que ser sacrificados tras escaparse y montar un alboroto que haría enmudecer a los propios dioses.
Ese tiempo fue aprovechado por Ekaterina para realizar ambiciosos planes de invasión con la ayuda del mariscal Tachenko, algo necesario ya que los servicios de espionaje de la Horda traían noticias alarmantes del refuerzo del aparato militar imperial presente en la frontera de su preciada colonia. Llegaron rumores de que junto con la Garra del León, Losange había prestado un par de “marcheurs”, los mastodónticos tanques con patas que eran la envidia de todos los imperios, a cambio de privilegios comerciales en los territorios del Imperio.

Esto hizo recapacitar a Ekaterina.
La tecnología prestada por Losange convertía al ejército imperial en casi imparable. La Horda Polar no podía enfrentarse sola a tal amenaza. El zar Aleksis enseñó a su hija una gran lección: las guerras no se ganan a solas. La zarina debía encontrar un aliado, alguien que odiase tanto a Alexandra como ella misma. La solución se encontraba en el centro del Antiguo Continente: Witterungkönfederation.
Como todo el mundo sabe, las uniones entre familias dinásticas del Antiguo Continente podían dar lugar a situaciones chocantes y lo que ocurría entre el Imperio de Su Majestad y la Witterungkönfederation era para echarse a reír. Debido a un enlace matrimonial entre las casas reales de estas dos naciones durante la Edad de la Pólvora, la reina Alexandra y el káiser Reinhardt eran primos lejanos. Aunque Reinhardt había sudado sangre para reunificar los antiguos estados que conformaban el extinto Santo Imperio Laureado Barbárico en una nueva nación, el káiser sentía envidia del inmenso tamaño del imperio que gobernaba su prima. El carácter belicoso del káiser, parecido al de Ekaterina pero algo más calmado, hubiera sumido a Verne en una guerra mundial si no hubiera sido por los esfuerzos diplomáticos del canciller Lothar von Eisenstahl. Eisenstahl era consciente de las ansias de conquista de su monarca pero el “viejo zorro”, como lo llaman algunos, sabía que esta conquista debía hacerse de forma sutil.
Ekaterina pensó que ganarse el favor de Reinhardt en la guerra por Vishnia inclinaría la balanza a favor de la Horda Polar.

La zarina habló sobre ello a Baturyn, al cual le pareció una buena idea.
En secreto, Ekaterina escribió una carta que fue enviada al káiser por la coronel Tereshkova. En ella pedía al emperador una reunión secreta con él. No era propio de Ekaterina no hacerse notar a la hora de visitar a otras naciones pero esta jugada necesitaba del máximo sigilo posible para que tuviera éxito. En unos días llegó la respuesta, escrita de puño y letra por von Eisenstahl. El káiser había aceptado y la reunión se llevaría acabo dentro de tres días después de la llegada de la carta, en el castillo de la región de Dazen. Para poder ayudarles, la WK pedía a la zarina que se dejase paso libre a las tropas del káiser en los territorios de la Horda Polar para atacar al Imperio de Su Majestad. Era algo arriesgado pero Ekaterina no tuvo más remedio que aceptar. No había tiempo que perder.

Ekaterina, junto con Baturyn, viajaron sin llamar la atención en un tren de pasajeros.
Tereshkova se había tomado la molestia en proporcionar disfraces tanto a la zarina, como al primer ministro y a un grupo de soldados de la Guardia del Oso. Aún a pesar de las incomodidades, Ekaterina estaba ansiosa por llegar hasta Dazen. Según la carta, les esperaría un oficial de los servicios secretos de la WK en una posada llamada “El Soldado Feliz”, con un pañuelo rojo atado al cuello y tomando una jarra de cerveza. La zarina solo tenía que enseñarle el sello de la Horda Polar y la carta enviada por el canciller para reconocerla.


Llegaron a Dazen la mañana del día de la reunión.
Dazen era un pueblo pintoresco, muy al estilo de los pueblos de las regiones orientales de la WK, con calles adoquinadas. Las casas eran de dos plantas con refuerzos de madera en las paredes al descubierto, con balcones llenos de flores y plantas al estilo de las de los últimos siglos de la Edad del Acero.
-Mi alergia- dijo la zarina- Creo que me va a dar algo con tanta plantucha.
-Tranquila, su excelencia- dijo Baturyn- Pronto nos marcharemos de aquí.
-Eso espero. No pienso quedarme en este sitio ni un día más.
La comitiva de soldados disfrazados seguía a los dos interlocutores a una distancia prudencial para no levantar sospechas.
Dos calles más abajo de la estación de tren encontraron la posada. Era pequeña, con un olor a manteca derretida en su interior que hizo que la nariz de la zarina se replegara al abrir la puerta principal.
-¡Puagh!- dijo conteniendo una arcada- Las caballerizas imperiales huelen mejor que este antro.
Otearon el lugar. Las mesas estaban llenas de gente comiendo, bebiendo y hablando. En una de ellas, había un hombre que no hacia mucho caso a la conversación que le daban sus compañeros de mesa. Estaba ensimismado viendo el contenido de su jarra de cerveza. Un pañuelo rojo le rodeaba el cuello.
-¡Ja! Ese es, Baturyn- dijo Ekaterina.
Se dirigieron a la mesa, acompañados a corta distancia por los soldados de incógnito. En el asiento que había enfrente del oficial, había un hombre en estado de embriaguez.
-¡Eh, tú, pordiosero! ¡Levántate!- ordenó Ekaterina.
-¡Je! ¡Hips!- respondió el hombre- Mirad a la pequeña... ¡Hip! ¿Quieres que me levante? ¡Hip!- acto seguido, el borracho regaló a Ekaterina un eructo en su cara.
La zarina le dio una patada, tirándolo de la silla. El hombre se arrastró por el suelo hasta la salida, muerto de miedo ante la reacción de la chica. Todo el mundo en la posada se rió de tal escena. El hombre ensimismado en su jarra levantó la cabeza y miró a Ekaterina.
-Su majestad Ekaterina de la Horda Polar, supongo- dijo.
-Sí. ¡Vaya! No he necesitado enseñaros la carta ni el sello.
-Vuestros modales os han delatado.
-¿Qué quiere decir con eso?- Ekaterina se puso otra vez a la defensiva.
-Nada, nada- contestó el oficial- Síganme. El káiser les espera en el castillo de Dazen.
Salieron siguiendo al oficial hasta la parte posterior de la posada. Allí, habían varios caballos aunque no suficientes para los soldados de la emperatriz.
-Siento no haber traído más pero no sabía que iban a ser tantos- se disculpó el oficial.
-No importa- contestó Ekaterina- ¡Soldados! Tenéis lo que resta del día libre. Nos encontraremos aquí al amanecer del día siguiente.

El viaje hasta el castillo fue algo pesado debido a lo irregular del terreno aunque, afortunadamente, había un sendero que conducía al lugar, llegando a este pasadas las séis de la tarde.
Ekaterina se quedó impresionada: el castillo de Dazen era una pequeña fortaleza mandada construir por el antiguo Príncipe Obispo de Dazen a mediados de la Edad de la Pólvora. Podía guarecer a un pequeño contingente aunque, en realidad, el uso de la fortaleza era más bien el de lugar de recreo y residencia que el de defender una zona.
El oficial hizo una señal y el puente levadizo cayó.
Entraron al patio de armas, en el cual habían varios miembros de la Adlerwacht vigilando la zona. Iban ataviados con su siniestro uniforme: largas gabardinas grises, máscaras de gas y el característico casco con un pincho en la cimera, armados con rifles de precisión.
Descabalgaron para dirigirse a la escalera de piedra donde les esperaban dos hombres al final de esta. Uno era bajo pero de fuerte constitución, anciano, con el pelo encrespado y con el mostacho peinado a la manera de los junkerlanders (con las dos puntas hacia arriba). En su ojo derecho llevaba un monóculo e iba vestido de traje. Ese era el canciller von Eisenstahl.
El otro era alto y joven. Su pelo rubio estaba cortado al cepillo, como todo buen militar. Sus rasgos eran fuertes e incluso atractivos, si no fuera por una espantosa cicatriz de duelo que recorría el lado izquierdo de su cara y que había dejado uno de sus ojos azules completamente blanco. Vestido con el uniforme de cuello alto de mariscal supremo de los ejércitos de la Witterungkönfederation y con su inseparable glockenschläger atado al cinto, el cual casi nunca se quitaba, el káiser Reinhardt descendió las escaleras para saludar a Ekaterina.
-Ekaterina, es un honor que pensases en mí para este pacto- dijo Reinhardt, estrechándole la mano a la zarina.
-Sabía que te gustaría, Reinhardt.
-Por favor, pasad al interior. El patio de armas no es sitio para hablar de asuntos de estado.
Todos juntos entraron al interior del castillo. Mientras se dirigían a la sala donde discutirían los puntos de la alianza, los dos primeros ministros llevaban una animosa charla acerca de las posesiones coloniales de la WK en el Continente Oscuro.
Mientras tanto, los dos jóvenes emperadores hablaban entre ellos.
-¿El uniforme de mariscal? Pensaba que íbamos a ser un poco más informales, Reinhardt- dijo Ekaterina- Es verdad que por las venas de los könfederationers, y en especial por las de los junkerlanders, corre hierro fundido en lugar de sangre.
-Soy el káiser. Mi responsabilidad es liderar los ejércitos de la gloriosa patria las 24 horas del día. Nunca sabes cuando el enemigo puede atacar- contestó el emperador.
-Algo parecido me pasa pero cambiando a los enemigos exteriores por traidores a la corona- dijo Ekaterina.
-¿Alguien no teme a Ekaterina Zoldanowich? Eso me gustaría verlo.
-Por más que los disciplino, no aprenden.
-Disciplina. Esa es la base de cualquier estado estable. Sabes que si tienes algún problema, puedes contar conmigo. ¿Qué tal si te envío un regimiento de Tottenritters para solucionarlo?
-No, gracias. Me las apaño sola.

Llegaron a la sala.
Era pequeña y acogedora, tal vez un comedor, iluminada por varios quinqués. Se sentaron en una mesa rectangular, cada uno de los emperadores en un extremo. A su lado, sus primeros ministros. Encima del mueble, varios papeles y material de escritura. Von Eisenstahl cogió uno de estos, ya escrito, se aclaró la garganta y se puso bien su monóculo.
-Bien- comenzó a leer- Reinhardt Karl von Hertzenberg, káiser de la Witterungkönfederation y rey de Junkerland, y Ekaterina Fyodorovna Zoldanowich, zarina de la Horda Polar; estando presentes Lothar Markus von Eisenstahl, canciller de la Witterungkönfederation, y Andrej Nikolai Baturyn, primer ministro de la Horda Polar, se disponen a pactar para llevar acabo una alianza contra las fuerzas del Imperio de su Majestad, gobernado por la reina Alexandra Mary Lionhead. ¿Correcto?
-¡Correcto!- dijeron al mismo tiempo los emperadores.
-Bien- prosiguió el canciller- estando de acuerdo en atacar conjuntamente a un enemigo común, la Witterungkönfederation se compromete a prestar ayuda militar, tanto en armamento como en suministros y hombres, a la Horda Polar. A cambio, la Horda Polar deberá abrir sus fronteras en todos sus territorios, a lo ancho y largo de Verne, a lo ejércitos del káiser en caso de que este quisiera invadir un territorio del Imperio de Su Majestad. ¿Correcto?
-¡Correcto!- volvieron a decir los emperadores.
-Muy bien. Dado que todo está conforme, por favor, que los emperadores firmen el documento.
Reinhardt dejó que Ekaterina fuera la primera en firmar. A continuación, lo hizo el káiser. Para finalizar, los dos primeros ministros estamparon su rúbrica en el papel.
Los dos emperadores se estrecharon la mano.
-Estoy ansioso de ver la cara de mi prima cuando nos vea juntos en el campo de batalla- dijo Reinhardt.
-Yo también- dijo Ekaterina- ¿Qué tal una copa de algo fuerte para celebrarlo?

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